Llover. París. Ta mère.

Llover. Caminarme. Llover. Caminar. Es mejor caminar y que el agua te caiga encima. O pisarla. Es mejor. Peor sería repetir ese sueño, donde la agarras por los brazos y la sacudes fuerte. Que salga de tu casa y de tu vida, que te deje en paz. Estrellarla en un charco de lodo. Respirar profundo, servirte un trago. Levantarlo de la cama y sacarlo también de tu casa, prohibirle la entrada a ambos. Que no se aparezcan ni en las pesadillas con finales felices, como ésta. 

Es jueves y el poeta habla del mar, cerca del Monumento. Era domingo cuando te sentiste adulta porque te encontraron con el cigarro en la mano y apenas moviste la cabeza para saborear algo del café que moría en la taza. No te molesta sentir, te agrada que vean como te place el humo escapando de tus dedos, manchando tus dientes, jodiendo tus pulmones. 

Da igual, alguien te va a joder algún órgano. Al menos con el tabaco eliges tú. Con ellos no hubo manera. Se sentaron contigo, te cargaron a la cuenta sus cervezas y no se tocaron un pelo mientras enterraban el puñal en los ojos. Mirando de lado, porque de frente les daba cosa. El doctor Chapatín se avergonzaría de ellos. Yo hubiese preferido borrarlos del mapa, de las redes sociales, del seguro social, de la oficialía civil, de los libros de literatura, de las preguntas hostiles de la gente cercana. Pero la posteridad y otros cuentos chinos podrán hacerlo sin que yo deba ni pensarlo. Y yo podré seguir caminándome, (El Conde o Del Sol, qué importa). Lloviendo (Ozama, Yaque, guarever). Yo podré seguir (Santiago, París, ta mère). 

Ellos deben quedarse. En su charco, en su vida milimétrica de rutinas, en su esquina de la casa, con su cuenta abierta en el colmado y las cervezas light. Sin café en la mesa 31, sin café de La Cafetera Colonial, sin los sábados de Mullens en la Casa, sin tus pies planos, sin tu saludo militar, sin la San Luis de noche. Todo eso es mío ahora. Y no se me antoja compartirlo. 

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