Del Atlántico al Caribe

La madrugada nos impidió agotar nuestra cuota habitual de sueño. La carretera, más viva que muerta, nos esperaba. Empezamos a desandar los pasos desde el océano, atravesando las montañas llenas de palmas, hierba verde, sal y viento. De la ciudad noviera y dorada, nos despedimos con lluvia y frío, con nostalgia. El camino apenas daba sus visos de rapidez. Y la ciudad monumental atravesamos con alegría de completar una parte de la travesía. Y la autopista se mostró ágil y generosa, permitiendo un dormitar necesario y delicioso.

Santo Domingo fue imponente y orgullosa, se olvidó del Caribe en sus balcones. No quisimos detenernos a llorar su olvido. No pudimos advertirle de su desidia marítima. Tomamos otra vez la carretera, otra carretera, otra vía muriendo viva. Mucho verde olvidado, toda la sequía de los corazones ingratos, el sol ofendiendo con su fuerza y las aventureras aguantando el peso de las horas en los ojos y la garganta. Vimos pueblos levantarse y emprender la faena diaria, vimos a Azua compartir el pan del mediodía.

Y antes de que la tarde del sábado tomara cuerpo y alma, el arco rectangular de la perla maravillosa del Sur nos cedía paso a las aventuras de sus montañas húmedas, su costa azul, sus estrellas nocturnas, el frío incalculable de la noche y los misterios de su mar caribeño y recordado: nunca a la espalda, siempre en la frente y altivo.

A Liliana, inmejorable compañera de ruta isleña.

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