Fin de fin: entre horrores y pesadillas

Cuánto me gustaría terminar este año hablando de esperanza, buenos deseos y felicidad, como intenté en Nochebuena. Pero el mundo, ese contracorriente incorregible, me impulsa a contar los horrores y las burlas, a ser desde aquí, empleada de inventario de las desgracias ajenas.

Porque pensé, con legítimo derecho, que por una vez mi filósofa vegana se podía equivocar. No Gissel, siempre tienes razón. Siempre, repito, siempre puede ser peor. Y siempre es peor. Nos arrebatan la esperanza, la paz. La alegría del ponche y los abrazos.

¿Cómo alegrarse entre indultos a precio de ajíes sábado por la tarde en el Hospedaje Yaque; cómo celebrar regalías inmerecidas y legalmente válidas (que la moral se suicidó con la riada del dormilón cinturón santiaguero)?

Juro por una botella de Baileys que me tomé, que lo intenté. Me alegré y celebré, porque a este tipo de detalles una está acostumbrada, por resignación, como dice un poeta y chino malvado.

Pero llega el colmo, esa gota derramadora de vasos que aparece removiendo la poca conciencia que sobrevive en algunos seres. Y entonces, nuestro esquivador de zapatos no está solo en su misión guerrera. Encuentra compañeros que atacan sin previo aviso (que en este caso no sirven de nada los anuncios previos) a gente, que simplemente quiere y se merece paz, que solo aspira a vivir tranquila, el derecho a un pedacito de tierra. Y si una aquí es campesina, sabe de la alegría que da en el alma poder decir mío y me voy pa' mi casa (frase célebre de mi Pedro favorito).

Hay hermanos que no pueden reconciliarse y tal vez yo no tenga una idea precisa de por qué esta guerra fratricida persiste a través de décadas. Y prefiero seguir así, ignorando las legítimas razones que tienen unos y otros para matar.

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